Su cuerpo en la retina

1.

“Mejor que el sexo. Mejor que la vida”, rezaba el eslogan. Orgasmos clásicos con un envoltorio de tecnología punta. Con semejante reclamo, uno podía pensar en una empresa que facilitara muñecas hinchables hiperrealistas, o algún aparato similar pensado para el placer. Pero los servicios de OmniLUX iban mucho más allá. Su tecnología de realidad virtual ponía a tu disposición, las veinticuatro horas, una sirvienta digital que satisfaría cualquiera de tus deseos, por retorcido o perverso que fuera. Un avatar virtual indistinguible de una persona real, a tu servicio en todo momento. Una esclava binaria dispuesta a todo. Dicho así suena raro, lo sé. Pero es que todo lo que os pueda decir sobre su producto sonará marciano. Y a la vez, puedo jurar que ni siquiera se acerca a la experiencia directa y real de sus servicios. A mí me salvaron la vida, cuando ya no tenía ninguna salida.

Y eso que las cosas por aquel entonces no me estaban yendo del todo mal. En el trabajo cerramos un acuerdo de varios cientos de miles con unos inversores chinos que estaban deseando bañarnos en dólares. Lo celebré echándole un buen polvo a Regina, la chica nueva de contabilidad, encima de los contratos recién firmados. A ella todavía no la había probado.

En casa, mi mujer Amaia y yo pasábamos una de nuestras épocas buenas. Llevaba un par de meses convaleciente después de una aparatosa caída por las escaleras de nuestro dúplex. La mayor parte del tiempo la asistía una enfermera, pero siempre que podía intentaba cuidarla yo mismo. Darle algunos mimos era lo menos que podía hacer. Y eso que no era fácil: cada vez que miraba la escayola de su pierna izquierda, una punzada de malestar me removía las tripas. Qué débil eras, Amaia, qué vergüenza. Y qué fuertes notaba a mis demonios, susurrándome siempre tras la oreja.

Fue entonces cuando Pacheco me habló por primera vez de LUX. El muy cretino me dijo que aquello “era una pasada”, con esa manera de hablar de adolescente bobalicón tan suya. Por supuesto yo no le había dicho ni una palabra a nadie sobre mis asuntos. Ni mis aventuras, ni mis problemas matrimoniales, ni mucho menos el hecho de que en realidad buena parte de mi sueldo por aquella época me lo gastaba en cocaína. No debía hacer yo buena cara, y como Pacheco se mete siempre donde no le llaman, cuando menos te lo esperas aparece para soltarte lo primero que le pasa por la cabeza, siempre con buenas intenciones, pero con desiguales resultados. Por una vez, iba a acabar dándole las gracias.

2.

Al otro lado del teléfono, una voz suave. Me hablaba con tanta dulzura que me dio cierto reparo. Tan educadamente que me pregunté muy en serio si realmente la que me atendía era una voz humana. Yo intenté no mostrarme demasiado incómodo. Pregunté, con cierta brusquedad, qué podían ofrecerme.

“Lo que usted desee, caballero. Nuestros avatares Dupla están diseñados a la medida de nuestros clientes. Sólo tiene que especificarnos sus necesidades mediante el detallado formulario que le haremos llegar,  elegir su cuota y especificaciones, realizar el pago que corresponda, y nuestros programadores se encargarán del resto”.

Y así fue como conocí a Sara.

Cuando apareció por mi primera vez ante mí, casi me desmayo. Todo en ella  y en su entorno era tan real que daba incluso miedo. La luz del atardecer a través del ventanal de una casa con piscina. El tacto del sofá de piel en el que me sentaba. La melodía suave que flotaba en el ambiente. El traje nuevo que yo mismo llevaba puesto. Mirando al exterior estaba ella, de espaldas. La adrenalina bombeaba en mis sienes como un tornado.

Parecía mentira que todo eso estuviera ocurriendo sólo en el corazón de una máquina. A través de un kit de realidad virtual enganchado a mi cabeza, y unos electrodos acoplados en puntos clave de mi cuerpo que transmitían señales a mi sistema nervioso. Que en realidad yo estuviera sentado a oscuras en mi despacho, desnudo, la llave echada en la puerta para que a nadie se le ocurriera entrar.

Sara se dio la vuelta y se fue acercando a donde yo estaba. Observé atónito su aspecto. Alta, esbelta pero no demasiado, pechos generosos, ojos grises, melena castaña, labios gruesos e incitantes. Hasta el más mínimo detalle de la persona que yo había imaginado y descrito, cobraba vida ante mí con realidad pasmosa. Dentro del sueño llegó hasta donde yo estaba, se arrodilló a mis pies y sin mediar palabra me desabrochó un cinturón de piel de aspecto caro, que yo nunca antes había visto.

En el momento en que sus labios rozaron mi glande palpitante, supe que estaba enganchado a aquello de por vida.

3.

Sara llevaba puesta su minifalda de los jueves. Era el único indicio que me ataba a la realidad de mi vida exterior, y aún así, tampoco podía estar seguro de que fuera en efecto jueves, porque hacía mucho que había perdido por completo la noción del tiempo. Me daba igual: observaba las marcas de hebilla y los arañazos en sus piernas y me sentía complacido y eso era todo. Estábamos en el jardín de casa, a pleno sol, y yo me lo estaba pasando de fábula abofeteando su linda cara con todas mis fuerzas. Ella caía al suelo, se levantaba sangrando, amoratada y venía hacia mí, siempre con una sonrisa, pidiendo más.

Cuando me estaba planteando si empezar con las correas, alguien llamó a la puerta. El sonido venía de lejos, de otro mundo. Porque efectivamente así era. Venía de mi despacho a oscuras, en el que mi cuerpo mortal llevaba días encerrado. Los golpes en la puerta se hicieron más insistentes. Furioso, me quité por un momento el kit de la cabeza y pregunté quién era con un grito.

“Román, han llamado del trabajo”. La voz de Amaia sonaba apagada desde el otro lado de la puerta, como si la hubieran vaciado de vida. “Dicen que si no te presentas hoy no hace falta que vuelvas”.

Recuperando de pronto la consciencia, me lancé hacia su voz tal y como estaba, en calzoncillos, con los ojos agotados y barba de mil días, despeinado y sudoroso. Abrí la puerta y allí estaba ella. Por debajo de la pernera del pantalón todavía asomaba la venda fina que le habían puesto para sustituir el yeso. Llevaba una maleta en la mano y parecía observar fijamente algún detalle del marco de la puerta.

– ¿Qué haces?- pregunté.
– Me voy- se miraba los pies como una niña tímida.
– ¿Cómo que te vas?, ¿adónde?
– No te importa. Me voy. Esta casa es un infierno. Y sé lo que haces ahí dentro- continuó, levantando la vista. Los párpados le bailaban-. Lo sé todo.
– Tú no sabes nada – aseveré. Y era cierto. Ni siquiera yo estaba muy seguro de saberlo.
– Me basta con que te pases los días follándote a otras. Engañándome en mis putas narices -las lágrimas le saltaron de los ojos como paracaidistas en plan de emergencia-. ¡En mi propia casa!
– Pero no seas estúpida. ¿Cómo voy a estar engañándote? ¿No ves que es un juego?¡Ella ni siquiera es real!- y no pude evitar sentirme un poco mal por Sara. ¿De verdad la mujer con la que pasaba la mayor parte de mis horas no era real?¿Acaso Amaia, a la que ya apenas veía nunca, lo era más que Sara?¿Cuál de aquellas dos casas era mi verdadero hogar?
– Me da igual.
– Pero cariño, ven aquí- traté de acercarme a ella, rodearle con mis brazos para calmarla, en vano-. Ya sabes que te quiero.
– ¿Sí?, ¿Me quieres?- chilló ella-. ¿Por eso me tiraste por las escaleras?¿Por eso te has pulido nuestros ahorros en vicios?¿Por eso me insultas siempre que puedes y te pasas el día encerrado en ese cuarto, machacándotela?
– No te atrevas a hablarme así- le señalé amenazante. Notaba la rabia creciendo como una sombra sucia en mi interior. Quería arrancarle esa lengua rosada tan suave que veía asomándole de la boca, y fregar con ella los suelos de toda la casa.
– ¿Qué vas a hacer, romperme la otra pierna?

Me mordí el labio inferior tan fuerte que me hice sangre. Apreté los puños. Antes de que pudiera pensarlo uno de ellos salió disparado e impactó en la pared detrás de Amaia. A unos pocos centímetros de su cara. La ira me impidió sentir dolor alguno.

La miré a los ojos vidriosos un momento. Temblaba de pies a cabeza cuando me di la vuelta y volví a cerrar la puerta tras de mí.

4.

Amaia se ha ido y no me importa. He desconectado el teléfono. He echado a la asistenta y bajado todas las persianas. No necesito nada de eso. Me he mudado a vivir con Sara al interior de mi burbuja. Ahora tenemos una casa más bonita de lo que nunca pudimos imaginar, en lo alto de una montaña. Tiene tres plantas, un jacuzzi y un sótano en el que jugamos a todos los juegos que se me ocurren. Su sangre no es real así que nunca hay que limpiarla.

Si prestara atención a las cuentas del banco, o a los numerosos avisos por carta que llegan a mi otra casa, sabría que estoy en números rojos y que pronto me cortarán la luz y el agua. También que tengo una citación judicial esperándome sobre la moqueta de la entrada desde hace semanas. Amaia por fin me denunció. Pronto la policía vendrá a llamar a mi puerta. Pero la tendrán que tirar abajo para entrar, porque yo de aquí no pienso moverme.

No quiero ponérselo difícil a nadie, pero ya me he cansado de luchar. No quiero seguir negándolo. Soy un monstruo, sí. Ahora puedo admitirlo porque no estoy solo. Tengo amor. Soy feliz. Gracias OmniLUX, de todo corazón.

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